Por ejemplo, el jamón. Todo lo buenísimo y españolísimo que quieras, pero... intenta comerte un bocata en público. El jamón es irrompible e indestructible. Si alguna vez hay una tercera guerra mundial, ya sé de qué haré mi búnker. De jamón de jabugo. No sólo te quedas con todas las lonchas colgando a la vez de la boca, que hasta tu perro te miraría con asco, sino que el resto de tu merienda se reduce a dos miserables trozos de pan.
Con los calamares pasa lo mismo, te cuesta más comerlos que si estuvieran vivos, pero el efecto es más creativo. Otro alimento son los langostinos. Te ves obligado a coger con los dedos a un invertebrado resbaladizo, que dedica toda su vida a arrastrase por los lodos de los fondos marinos. Después tienes que arrancarle la cabeza, y enredarte los bigotillos en las manos, desmembrarle quitándole las patas y la cola, y por último, sacarle la piel y empaparlo bien en mayonesa. Te lo comes porque sabes que está bueno, pero te preguntas quién fue el primer hombre al que semejante animalillo, le pareció estimulante para comer.
¿Y las hamburguesas?. Todavía no ha nacido miembro del género humano capaz de comprar una, y no redistribuir todo lo de dentro. Que si no te gusta el pepinillo, que si la lechuga tiene que quedar con todos los pliegues simétricos... Lo malo es, que sueles emprender esa operación después de echar el kepchup y la mostaza. Al final la bandeja del Burguer, parece un campo de batalla de los fruittis, todo lleno de vegetales destrozados, manchados de tomate y desperdigados... y después viene comérsela.
Estamos convencidos, de que una hamburguesa del tamaño de nuestra cabeza, puede entrar en la boca en tres mordiscos. Y el monstruo de las galletas ocupa tu cuerpo por breves momentos, mientras tú, barboteas un “gromphgruarrgg”, intentando deglutir a la madre de todas las vacas hecha hamburguesa. Encima no puedes ocultar las pruebas del delito, porque al terminar, tu solitaria servilleta microscópica, no es capaz de absorber toda la grasa que gotea por tu fisonomía. La verdad es, que ni el señor Mistol en persona podría.
Queda la cuestión de los espaguetis. Son un alimento diabólico con pensamiento propio. Te pasas media comida enrollándolos en el tenedor y cuando vas a llevártelos a la boca, ¡¡Zas!!. Siempre hay uno, pero uno sólo, que se desenrolla, y te deja a ti con cara de imbécil y reflexionando. Por experiencias pasadas, sabes que si intentas volverlo a enrollar, el resto de espaguetis seguirá al líder en su camino a la libertad. La única solución posible, acaba siendo, estirar el brazo tenedor en mano, y empezar a mover la cabeza para acertar a insertar el espagueti esquivo en la boca. Pareces un polluelo de esos del National Geographic, intentando cazar una lombriz en el nido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario