lunes, 19 de enero de 2009

OSICRAN



Osicran nació siendo todavía un niño. Aunque en apariencia parecía una iguana. Era el niño más feo, que había sido engendrado, en toda la faz de la Tierra. Y eso es mucha faz.

Al nacer, su madre le hizo una foto con el móvil, y la mandó a todos y cada uno de sus familiares. Aquello fue el fin de la compañía Amena.

Osicran crecía proporcionalmente, a su fealdad. Los médicos recomendaban que la gente, no le observara directamente, sino con el rabillo del ojo.

El joven iguanozoide tenía prohibido mirarse en un espejo. Sus padres, no querían que, al contemplar su difícil rostro, acabara por suicidarse, o algo peor.

Su infancia fue dura. El chico se fue desapegando de sus padres, hasta tal punto en que, éstos, ya ni le saludaban cuando se lo cruzaban por la calle.

Con trece años, el preadolescente, ya pensaba en el suicidio. Quizás estuviera influenciado por el hecho de que, siempre que se despertaba e iba a la cocina a desayunar sus padres le decían: “Ah, aún no has muerto”.

La juventud la pasó sin Pena ni Gloria, ya que, ambas murieron al mirarlo fijamente a los ojos.

A los dieciséis años, desarrolló una extraña enfermedad deformatoria. Se le cayó su nariz de leche, y le salió otra nueva, de cola-cao. Poco a poco, fue cambiando, hasta que llegó el día.
Todo ocurrió fruto de la casualidad. El chico estaba en un río, tranquilo, oyendo el rumor de los pájaros, cuando de pronto, reparó en el agua.

Lo que vio le sorprendió, él llevaba una camiseta con su nombre escrito, pues la fealdad no quita el egocentrismo, y ya, se le había caído toda la cara de leche. Tras varios minutos en silencio, comprendió que, aquel que le observaba desde las aguas, no era más que su imagen reflejada, tan bella como nunca había podido imaginar, y su nombre, volteado, bruñía un resplandeciente: Narciso.

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